Aquel, el primer día que te vi, lo supe. Te tocabas el pelo para ocupar tus manos mientras pronunciabas el discurso que traías aprendido de la noche anterior, y sonreías. Sonreías tímidamente, sencillamente por despreocupación, costumbre o complicidad. Pero tus ojos no lo hacían.
Aquel día supe que, a pesar de tu sonrisa, llorabas por dentro. En silencio, acumulando lágrimas que ahogaban palabras impronunciadas. Lágrimas que te calmaban y te escocían a vez. Lágrimas repetidas.
Y sin que tú lo supieras, me conocí. Me (re)conocí a mí mismo, llorando en cada rincón, sonriendo a cada desconocido. Quemado, agotado, abandonado. Sobre todo abandonado. Y en ello andaba cuando tu voz preguntó cuál había sido el motivo de anoche.
Y comprendí, comprendimos, que todos somos iguales hasta que conocemos a alguien que nos hace únicos. Y comprendí, que hay sonrisas que mienten, pero ojos imposibles de callar.
Y comprendí, comprendimos, que todos somos iguales hasta que conocemos a alguien que nos hace únicos. Y comprendí, que hay sonrisas que mienten, pero ojos imposibles de callar.